Hijo del agua y de la tierra,
a orillas de un lago cuya fuente
absorbía su color,
el sauce me acogía
cual dama
enamorada de mis manos.
Solo de saberme bajo
su protección
la fatiga y el desaliento
se evaporaban de mi débil
organismo.
Humilde árbol centenario,
su piso mostraba raíces
cual patas de elefante.
Pulimentada su fina
y cálida gramínea,
en nobleza de canto
y malaquita se definía
él mi cuna y domicilio.
Retorcidas en forma de
noduloso jade
sus densas ramas,
su sombra siempre
fue mi cómplice de uno
u otro amor.
La última noche que me
acogí a su abrigo
me soñé ser músico
y mi flauta con sus acordes
lo convirtieron
en una ágil y elegante
danzarina.
Ajenos a la envidia
y al hastío,
ambos bailamos haciendo
del agua nuestra tribuna:
Al ritmo de nuestros pasos,
la malaquita de su gramínea
devino en el color de todos los
espacios y aún de los
vacíos.
Al despertar,
¡vaya dolorosa sorpresa!
yacía su ramaje sumergido
en su lago.
Verde con su cuerpo el agua,
su tronco destrozado semejaba
rojo bronce y sangre pura.
Con sus últimas energías
sopló y me invitó a tomar
una astilla suya,
destinada, según su voluntad,
a ser labrada por mis manos
en una auténtica
y armoniosa flauta.
Agradecido por su gesto,
lo abracé, lo acaricié y lo besé.
Después, rumiando mi melancolía,
sentí estremecerse a la madre tierra.
Huérfano, solo y abandonado,
la tormenta de mis lágrimas
engrosó las aguas del lago,
nuestro sublime
y silencioso padre.