Por Eduardo González Viaña
Con mamá, en el tren
Hace ahora un año, viajaba en un tren de Roma a Venecia. Era una tarde caliente de primavera, y el cansancio de un viaje largo por la isla de Sicilia me llamaba a la siesta y al descanso.
Por eso, cerré los ojos, me quedé dormido y me vi abriendo la puerta de mi casa de infancia en el Perú, en el puerto de Pacasmayo.
No sé si en mi sueño me encontré con las primeras personas que quise en esta vida, pero las sentí. Pocha y Pilar, mis hermanas estaban en el colegio, y mi querido padre en su estudio de abogado. Mi madre, aunque yo no la viera, tenía que estar allí.
¿Mamá, estás allí?, pregunté, pero no escuché respuesta alguna. Caminé luego por el malecón del puerto, y allí enfrente clausurando el horizonte se alzaba el muelle negro, eterno e interminable. De repente sentí que una marejada se llevaba el muelle, mi infancia y mis sueños.
Pero no se llevó todo. Quedaron mis recuerdos. Me vi pequeño escuchando a la maestra de kindergarten mientras hablaba con mamá: "Lo siento, doña Mercedes. No creo que Eduardito llegue a aprender a leer. Hasta ahora no pasa de la letra che… Pero no se preocupe, podrá trabajar en el fundo de arroz de su padre. O, incluso, podrá llegar a general y a presidente como lo hizo el general Odría."
Mamá no se inmutó. De inmediato, inventó su propio método de alfabetización. Puso cartelitos a las cosas: MESA a la mesa, SILLA a la silla y MAR al mar que se extendía frente a la ventana de nuestra casa. Centenares de pequeños papeles como esos me enseñaron a leer en algo así como un mes… y desde entonces, me paso la vida tratando de aprender a escribir.
Tampoco le dio trabajo a la parroquia en prepararme para mi Primera Comunión. Le bastó con arrancar la página de un block y escribió allí la lista de mis posibles pecados. "Se los lees al curita, y ya está", me dijo. Por mi parte, cuando ella dejó de ayudarme, la imité durante mucho tiempo, escribí páginas enteras con mis pecados que mi confesor escuchaba no sé si con aburrimiento o con envidia, Y creo que así me nació la vocación de escribir historias.
"Es muy bueno que te pongas en paz contigo mismo"- dijo mi padre que nos estaba escuchando, "pero también importa que seas generoso." "Tienes que ser solidario con los pobres. Y ese es un deber tan importante como aprender todas las letras y palabras que están más allá de la che."
Creo que alguna vez les dije:
"Papá y mamá, los voy a extrañar. Sin ustedes, creo que voy a ser un hombre triste"-
"Ni lo pienses"-contestó mi madre. "Abre la ventana, mira el mar y aspíralo, y siempre estarán contigo todos los que amas".
"¿Y si no tengo ventanas ni mar?", pregunté.
"No importa."-respondió mi mamá. "Respira profundamente. Cierra los ojos. Y estarás en un instante en el paraíso"
Durante estos últimos tiempos, he estado cada año en Italia para presentar un nuevo libro traducido a su idioma, y sin embargo pienso que a lo mejor no he estado allí, que tan sólo he acatado el consejo de mi madre y, al cerrar los ojos, me he encontrado en un tren que avanza por un país bello en el que todo huele a limoncello.
Mi madre siempre está, estaba y estará conmigo. No la escucho, pero lo sé.
Y cuando a mí también me toque irme, vendrá a cerrarme los ojos y a decirme que no me asuste porque todo es un sueño, y volveré a escuchar las voces de los pasajeros, y la de mi madre quien me aconseja que sueñe que estoy dando una siesta en un tren que avanza desde Roma hasta Florencia.
A todas las madres, en su día.
Eduardo Gonzalez-Viana