Fecha: 12 de julio de 2013 15:20
¿Adónde va Egipto?
Por Esther Vivas
La emblemática plaza Tahrir en El Cairo ha vuelto a ser el corazón de la protesta social en Egipto. Y un grito unánime exigiendo la renuncia del presidente Mohamed Morsi se ha impuesto. Pero la toma del poder por parte de los militares, tras cuatro días de masivas protestas en todo el país, abre una serie de interrogantes sobre el futuro de la revolución. Muchos son los que se preguntan, ¿adónde va Egipto?
El ascenso de los Hermanos Musulmanes al poder fue tan rápido como ha sido su caída. Las aspiraciones de cambio que muchos depositaron en ellos, se han visto truncadas tras un año de Gobierno. La situación no solo no ha mejorado desde entonces sino que ha ido a peor. La continuidad en la política social y económica, en relación al antiguo régimen, ha sido la tónica dominante. El arraigo social y la fuerte estructura organizativa permitieron a los Hermanos Musulmanes erigirse como la fuerza electoral dominante, pero quienes vieron en ellos y en Mohamed Morsi una alternativa, hoy los señalan como responsables de la situación de crisis.
Asimismo, su prepotencia en el poder ha agudizado el malestar social. La nueva Constitución fue aprobada de manera unilateral en el parlamento por los Hermanos Musulmanes. Y Mohamed Morsi se auto-otorgó total inmunidad como presidente. El retroceso en libertades individuales y colectivas, especialmente de las mujeres, y la persecución de periodistas críticos con el Gobierno y la Hermandad no han hecho sino añadir más leña al fuego.
Las aspiraciones emancipadoras del pueblo egipcio, en consecuencia, han tomado de nuevo las calles del país. Y el grito "Pan, libertad y justicia social", que dio origen a la revuelta del 2011, vuelve a estar de actualidad con nuevas consignas. Amplios, y muy diversos, sectores políticos y sociales han expresado estos días su profundo malestar con las políticas gubernamentales y su oposición al proyecto neoliberal, conservador y autoritario de Morsi Y se ha visto, claramente, como unas elecciones no significan ni plena democracia y, aún menos, justicia económica.
El ejército, aliado en un primer momento con los Hermanos Musulmanes, ha tomado, de nuevo, las riendas del cambio de rumbo. Un ejército que no ha dudado en utilizar la represión contra quienes protestaban, cuando ha estado en el poder, y que cuenta con estrechos vínculos con Estados Unidos, tanto políticos como económicos (las fuerzas armadas reciben anualmente 1.300 millones de dólares del gobierno estadounidense), y controla una parte muy importante de la economía del país. Una vez más, los militares intentan hacerse con el control de la transición democrática, frenando la revolución. No hay que tener confianza alguna en el ejército. Más allá de su retórica, su objetivo no es la defensa de la revolución sino su domesticación y canalización hacia cauces inofensivos para las estructuras de poder.
Se abre ahora un período con importantes interrogantes. Y la fragmentación y la debilidad del conjunto de la izquierda social y política leal con el proceso revolucionario lastra las perspectivas de futuro. En este contexto, la férrea voluntad y el potencial de movilización del pueblo egipcio para conseguir una sociedad más equitativa y justa, como bien se ha demostrado, es la mayor esperanza para el cambio. Lo acontecido estos últimos días -masivas protestas pero con un desenlace político capitalizado por el ejército- muestra sus fortalezas y debilidades.
"Las revoluciones -como decía el filósofo francés Daniel Bensaïd- tienen su propio ritmo, marcado por aceleraciones y desaceleraciones. También tienen su propia geometría, donde la línea recta es interrumpida en bifurcaciones y giros repentinos". Cuando muchos daban por muerta la revolución egipcia, una vez más la historia nos sorprende con volantazos cuyo destino es imprevisible.
Levantamientos aquí, allá y en todas partes
Al persistente nuevo levantamiento en Turquía le siguió uno aún más grande en Brasil, que a su vez fue seguido por otro menos difundido, pero no menos real, en Bulgaria. Por supuesto, no fueron los primeros, sino meramente los más recientes en una serie en verdad mundial de tales levantamientos en los últimos años. Hay muchas formas de analizar este fenómeno.Los veo como un proceso continuado de lo que comenzó como la revolución-mundo de 1968.
Con toda seguridad, cada levantamiento es particular en sus detalles y en la compenetración interna de las fuerzas en cada país. Pero hay ciertas similitudes que deben apuntarse, si es que pretendemos hacer sentido de lo que está ocurriendo y decidir lo que deberíamos hacer todos nosotros como individuos y como grupos.
El primer rasgo común es que todos los levantamientos tienden a empezar con muy poco –un puñado de gente valerosa que se manifiesta en torno a algo. Y luego, si prenden, lo cual es en gran medida impredecible, se vuelven masivos.
De pronto no es sólo el gobierno que está bajo asedio sino, hasta cierto punto, el Estado como Estado. Estos levantamientos son una combinación de aquellos que llaman a remplazar al gobierno por uno mejor y aquellos que cuestionan la mera legitimidad del Estado. Ambos grupos invocan la democracia y los derechos humanos, aunque las definiciones que brinden de estos dos términos sean muy variadas. En general, la tonalidad de estos levantamientos comienza del lado izquierdo de la arena política.
Por supuesto, los gobiernos en el poder reaccionan. Cada uno intenta reprimir el levantamiento o intenta apaciguarlo con algunas concesiones, o intenta ambas respuestas. Con frecuencia la represión resulta, pero en ocasiones es contraproducente para el gobierno en el poder, y atrae más gente a las calles. Las concesiones funcionan con frecuencia, pero algunas veces son contraproducentes para el gobierno, y conducen a que la gente en la calle escale sus demandas. Hablando en general, los gobiernos intentan la represión más que las concesiones. Y, por lo general, la represión tiende a funcionar en un relativamente corto plazo.
El segundo rasgo común de estos levantamientos es que ninguno continúa a gran velocidad por demasiado tiempo. Quienes protestan se rinden ante las medidas represivas. O se ven cooptados, hasta cierto punto, por el gobierno. O los desgasta el enorme esfuerzo requerido para las manifestaciones continuadas. Este desvanecimiento de las protestas abiertas es absolutamente normal. Esto no indica el fracaso de las mismas.
Ése es el tercer rasgo común de los levantamientos. Sea como sea que llegue asu fin, nos brindan un legado. Han cambiado en algo la política del país, y casi siempre para mejorar. Han puesto en la agenda pública un asunto importante, como por ejemplo las desigualdades. O han incrementado el sentido de dignidad de los estratos bajos de la población. O han incrementado el escepticismo en torno a la verbosidad con la que los gobiernos tienden a enmascarar sus políticas.
El cuarto rasgo común es que, en todos los levantamientos, muchos de los que se unen, en especial si se unieron tarde, no lo hacen para profundizar los objetivos iniciales, sino para pervertirlos o para impulsar hacia el poder político a grupos de derecha, diferentes de quienes están en el poder pero de ningún modo gente más democrática o que impulse los derechos humanos.
El quinto rasgo común es que todos se ven embrollados en el forcejeo geopolítico. Los gobiernos poderosos fuera del país en el que ocurre el desasosiego trabajan duro, aunque no siempre con éxito, para ayudar a que los grupos que le son favorables a sus intereses se hagan del poder. Esto ocurre con tanta frecuencia que, por ahora, una de las cuestiones inmediatas acerca de un levantamiento particular es siempre, o debería ser siempre, cuáles serán las consecuencias para el sistema-mundo como un todo. Esto es muy difícil, dado que las consecuencias geopolíticas potenciales pueden conducir a que alguien quiera ir en dirección opuesta a la inicial dirección antiautoritaria.
Finalmente, recordemos que en esto, como en todo lo que ocurre ahora, estamos en medio de una transición estructural que va de una economía-mundo capitalista que se desvanece a un nuevo tipo de sistema. Pero ese nuevo tipo de sistema podría resultar mejor o peor. Ésa es la real batalla en los próximos 20-40 años, y el cómo nos comportemos aquí, allá o en todas partes deberá decidirse en función de esta importante batalla política fundamental a nivel mundial.