Por Julio Yovera B.
Nos toca conmemorar, y no celebrar, este 8 de octubre el sacrificio de Miguel Grau Seminario, cuya vida desconocen nuestros niños y jóvenes, y no principalmente por de los docentes sino porque los gobiernos son avasallados por sistemas y modelos educativos impuestos. La educación, con la implementación de las reformas neoliberales fue concebida como una actividad que capacita al estudiante en supuestas eficiencias y eficacias, pero es incapaz de cultivar valores que le den al estudiante sentido de pertenencia del país del cual son parte.
A Miguel Grau hay que resaltarlo en toda su trayectoria de vida. Su sacrifico no fue un hálito de inspiración, fue una decisión reflexionada y optada. Su trayectoria es la de hombre que unía la acción a la palabra. Desde cuando era niño, caminando por la bahía de Paita, seguramente contemplado las mismas olas lentas que vieron los ojos de Manuelita Sáenz, entendió que la vida tiene sentido si es coherente con los sueños.
Muy joven cumplió responsabilidades en la Armada y también asumió representación ciudadana. Entendió que la política era servicio y no acomodo. El Congreso, ahora envilecido de tránsfugas y turbios negociantes, lo tuvo en 1872 como diputado. Pero como la democracia en el Perú siempre fue formal y precaria, cuando se produjo el golpe militar de los hermanos Gutiérrez y el posterior asesinato del presidente Balta, Grau solicitó licencia, no para postularse a un rango jerárquico superior como lo suelen hacer los perfectos timadores del erario nacional, sino para ponerse al frente de la lucha por recuperar el sistema democrático.
Después vino la guerra. Ya sabemos que la burguesía chilena no fue más que el bando testaferro del capitalismo inglés interesado en los recursos naturales de la patria. Por eso nos invadieron. Fue en esas circunstancias que surgió un Grau convertido en tempestad. Apareciendo y desapareciendo. Golpeando y retrocediendo. Jaqueando y eludiendo al enemigo.
Logró contundentes victorias. En todas ellas mantuvo respeto por el vencido. Los salvaba cuando ya el mar empezaba a tragárselos. En una ocasión envió a la familia del jefe vencido sus pertenencias, adjuntando una hermosa carta. Sus adversarios lo llamaron "Caballero de los mares". El Maestro Manuel Gonzales Prada, dijo de él: "… se reconoce que no merecen llamarse grandes los tigres que matan por matar o hieren por herir, sino los hombres que hasta en el vértigo de la lucha saben economizar vidas y ahorrar dolores".
¿Qué tienen de semejantes los asesinos que rematan al vencido, con Miguel Grau? Nada. Mucho antes de que surgieran los conceptos "derechos humanos", Grau era un respetuoso defensor de ellos.
El estado mayor del enemigo, interesado en avanzar hacia el norte y consciente que Grau, al mando del Huascar, era una muralla que les cortaba la viada, se concentró buen tiempo en estudiar los movimientos y las tácticas del épico marino. No escatimó esfuerzo para encontrar la fórmula de la derrota; destinó e invirtió recursos con un solo propósito: vencerlo.
Grau alguna vez señaló: "Si el Huáscar no regresa victorioso, yo no he de regresar". Así fue en efecto. El 8 de octubre de 1879, las fuerzas del enemigo rodearon al Huáscar y lo bombardean. Por cierto no exhibieron nunca la grandeza y el respeto que nuestro héroe sí mantuvo con ellos.
Ese es, en síntesis, un capítulo de nuestra historia. Jorge Basadre dijo lo siguiente:
"Miguel Grau siempre fue un hombre comprometido con su tiempo, con su país y sus valores. Fue honesto y leal con sus principios, defendió el orden constitucional y fue enemigo de las dictaduras".
En una ocasión, en Chimbote, escuchamos decir a un viejo pescador: "De tanto andar en el mar, nos han salido agallas".
Hablando de Grau podemos decir:
"De tanto navegar en los mares, le salieron agallas".
Agallas de valentía que el pueblo de Grau, de Cáceres, de Bolognesi, siempre tuvo y que el neoliberalismo no ha podido ni debilitar ni desaparecer.